martes, 12 de mayo de 2009

Solamente quiero que seas tu


Estaba sentada sobre el pasto, tan verde, tan tierno, tan impregnado de naturaleza, en el jardín del vecino, donde siempre, pero siempre, el pasto es más verde que en la propia casa. No se movía de ahí, esperaba por algo, sin saber con certeza qué. Pasó horas enteras sentada con las piernas cruzadas, un mantel perfectamente estirado frente a ella, unas tacitas de té de juguete, un par de peluches y una canastita de mimbre con un pan en su interior. Todos los días pasaba el mismo gato gris con el pelaje mal cuidado que saltaba de la ventana de la anciana de la última casa de la calle. Los niños de su edad jugaban a la pelota, corrían por todos lados, la invitaban a jugar a las escondidas, pero ella prefería quedarse sentada en el pasto con su picnic personal.
Pasaron unos meses y ella luego de ir al colegio, cruzaba la calle, estiraba su mantel y se sentaba en el mismo jardín a matar el tiempo, a mirar las mariposas que todos los días se escondían entre los pétalos de las flores, mariposas grandes, mariposas chicas, de colores vistosos, de colores opacos, de alas suaves, de alas ásperas.
Inesperadamente un día de septiembre, mientras observaba con detención las nubes, vio un destello pequeño revolotear en el cielo. Intentó centrar su vista en eso, entrecerró sus ojos un poco pero no pudo apreciar completamente ese pequeño punto volador. Quizás era una estrella que tenía vida propia, pensó o un ángel infante que había llegado a la Tierra porque las puertas del cielo quedaron abiertas por un descuido. Se imaginó muchas cosas, historias breves navegaron por su cabeza, cuando de pronto siente un cosquilleo en la punta de su nariz. El mismo puntito pequeño que volaba sobre su cabeza se encontraba posado sobre su nariz. Una hermosa mariposa de colores brillantes. La tomó entre sus manos y supo que no era como todas las demás, algo especial tenía, quizás su color, la forma de sus alas o el tamaño de sus antenas. Ella quería observarla con mayor detención pero tenía miedo de que si la soltaba, podría volar muy lejos y no regresar jamás. La tomó cuidadosamente entre sus dedos e intentó encontrar ese "algo" que la hacía especial. No lo comprendía, simplemente lo sentía dentro de su corazón. Pasaron un par de horas y la mariposa continuaba en su mano, moviendo lentamente sus alas sin volar con las demás.
Cayó la noche y la niña debía irse. Tomó a la mariposa con sus dos manos y la puso dentro de la canastita de mimbre. Antes de cerrarla, la mariposa había escapado. Apenada la niña miraba hacia todos lados mientras recogía sus cosas y antes de irse sintió unas cosquillas en su hombro. La mariposa continuaba ahí, con ella, a su lado. La niña caminó hacia su casa y la mariposa volaba a su lado, no podría sentirse más feliz, quizás nunca más se borraría aquel recuerdo. Al entrar a su casa, sin notarlo, la mariposa no estaba. Buscó en los dormitorios, en su patio y la mariposa no estaba. Subió rápidamente a su habitación, se sentó en el suelo y no dijo nada, solamente sentía que había perdido algo importante, algo que ya le pertenecía, algo muy propio. Pasaron tres meses y todos los días iba al mismo patio, en caso de que apareciera la mariposa. Cada vez que veía un par de alas revoloteando sus ojos brillaban y una enorme sonrisa invadía su cara, pero cuando se percataba de que no era su mariposa predilecta, su cara perdía toda felicidad. Resignada continuaba llendo al mismo patio, pero sin ninguna esperanza, ninguna expectativa, nada, solamente por estar, por ir, por tener algo que hacer en las tardes de su vida que eran tan vacías.
Llegó el verano y tomó como decisión no ir más a aquel jardín, ya no tenía sentido, por lo que buscó otros modos de pasar sus semanas: caminar cerca del mar, buscar estrellas de mar o ver uno que otro pez. No era tan divertido como estar sentada sobre el pasto, y el sonido del mar era amenazante en comparación al canto de las aves. Luego de cinco días decidió volver a aquel jardín que tanta alegría le dio. Estuvo toda una tarde, mirando los árboles, el cielo, el suelo, todo. A eso de las siete tenía que regresar a casa, por lo que guardó ordenadamente cada una de sus cosas: dobló el mantel en cuatro partes, apiló las tacitas una sobre la otra, y el pan que le sobró lo envolvió en una servilleta. Caminó con su canastita de mimbre sin pensar en nada. Los niños corrían, los perros ladraban y los gatos saltaban de un árbol hacia el suelo. Llegó a su casa, saludó a su madre, subió las escaleras y se sentó en el suelo de su habitación a sacar las cosas de la canasta. Su mantel, las tacitas, los peluches. No tenía deseos de usar nunca más esos juguetes, había pasado el tiempo y ya había crecido. Tomó una caja y puso las cosas que la acompañaron por años en el mismo patio de tantos años. La dejó debajo de su cama. Se acostó sobre la cama cuando de pronto escucha un ruido casi imperceptible. No sabía de donde provenía. Miraba hacia todas partes sin encontrar respuesta. No le dio importancia y se acostó nuevamente. Decidió quitarse el chaleco y de su pecho salió la mariposa, la destellante mariposa que tanto había adorado, sonrió, la tomó entre sus manos y pudo descubrir por fin qué era que la hacía tan especial: cada vez que estaba cerca de la mariposa, su corazón latía mas fuerte y los minutos valía la pena vivirlos. Puso su cabeza sobre la almohada y a la mariposa la tendió a su lado, sobre su hombro y ambas durmieron tranquilas, de saber que habían encontrado a esa otra alma que tanto buscaban.

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