martes, 25 de septiembre de 2007

Viajé miles de años atrás para sacarte de mi vida


El reloj sigue en movimiento pero siempre en la misma pared. Hace un mes que no te veo, hace cuatro semanas que no te hablo, hace treinta días que no me respondes, hace setecientas veinte horas que no nos miramos de manera compasiva, hace cuarenta y tres mil doscientos minutos que no me besas, hace dos millones quinientos noventa y dos mil segundos que no acaricias mi espalda. Ni la psicología auto empleada en mí funciona de la forma repentina que yo esperaba. La primera noche que no estabas a mi lado se convirtió en una eternidad, me desvelé, caminé, me senté en la escalera, fui a la cocina, tomé litros de leche, conté rebaños completos de ovejas y no pude dormir, tal vez mis lágrimas no me dejaban unir mis párpados para dejar de pensar en ti. Intentaba superarte de todas las formas posibles, buscando pasatiempos que nunca fueron interesantes, y cosas que a largo plazo me aburrían aún más. El primer día que no te vi en la casa comencé a desesperarme porque tu nombre sonaba en mi mente y no podía concentrarme, no podía pensar, ni siquiera contestar el teléfono ya que la verborrea me tenía exhausta y solamente pronunciaba tu nombre. Me tiré en el suelo a llorar y vi tu talonario preferido. Encontré la solución donde menos lo esperaba. La segunda mañana que desperté sin ti, decidí pegar de esos papeles amarillos para recordar cosas que tanto amabas en la pared del salón donde tenías tu piano. Cada vez que pensaba en ti, pegaba un papel de esos y escribía lo que sentía por ti en ese instante. Pasaron unos días y la mitad de la pared estaba cubierta. Fui a librerías buscando libros de autoayuda, de esos que tienen una compasión enorme por el lector, y comprobé que mi autocompasión pasiva pero latente salía a flote poco a poco. Justificaba mi dolor escudándome en palabras de psicólogos alemanes y franceses. Así pasaron ocho días. Leyendo, subrayando, tomando apuntes, y secándome las lágrimas de vez en cuando. Estabas bajo mi piel, como una sanguijuela que succiona la sangre y que ni a golpes la quitas de tu brazo. No cambié ninguna cosa de posición, dejé todo como tú lo dejaste, no fui capaz de recoger tus calcetines del suelo del baño. Todas las mañanas al lavarme los dientes, los observaba, me inclinaba, los tocaba un momento suavemente procurando no alterar su posición, y me iba. Pasaron dos semanas y me sentía un poco mejor, sentía que te superaba cada vez más. La pared aún no estaba amarilla a causa de los papeles, cada día escribía en menos notas, pero una mañana perdí la paciencia porque perdí mis zapatos favoritos, busqué debajo de la cama, en el vestidor, en mi armario, en la cocina, en el baño, corrí como loca al estacionamiento y no estaban. Abrí tu ropero y un montón de camisas cayeron sobre mí. Que impotencia sentía al oler tu ropa. Y mis zapatos estaban ahí, al lado de las zapatillas que usabas para trotar los sábados en la mañana. Ahí estaba la caja con todas las fotos que alguna vez nos tomamos. Me senté en el suelo y las vi, una por una, sin apuros ni remordimientos pero con tristeza, y un nudo en la garganta que me desesperaba. Ya no podía continuar con mi modo de vida disfuncional, evitando hablar y no visitando a ningún conocido. Esa misma tarde llamé a mi hermano por teléfono y me aconsejó como terapeuta. Escribí cada cosa que me dijo, y al colgar, las leí. “Supéralo, no te merece, eres muy buena para él (juego de autoestima, pensé) y yo creo que nunca tuvo a una mujer como tú a su lado”. Rayé esa frase de la hoja. “Cuando pienses menos en él, toma sus cosas, todas, partiendo desde las imágenes hasta su última pertenencia y las botas”. Eso parecía buena idea. Pasaron las semanas y pensaba una vez al día en ti y en el fugaz final que tuvimos. Me armé de valor y en bolsas de basura puse hasta tu cepillo de dientes. Listo, estaba todo listo. Dejé las cosas en el patio y cerré con llave la puerta que daba hacia el jardín para evitar la tentación de buscar ese chaleco burdeo que tan bien te quedaba. El día veintinueve de ese mes escribí en mi agenda que te superé, que fui fuerte y que al fin no veía tu cara por todos lados, que tu voz no sonaba y que no recordaba la forma de tu cara. Me sentí orgullosa de mí. Hacía una semana completa que no lloraba, que no veía las películas que siempre comentamos y que me daba lo mismo dormir en nuestra cama. Ya no me causaba nada usar un vaso que probablemente hubieras usado tú. Dejé mi obsesión de cambiar cada cosa de la casa por temor a que alguna vez tuvieras contacto con ellas. Puse las cortinas viejas, saqué de la bodega las alfombras que tú compraste, y me volví a subir al auto donde tú manejabas para dejarme en el trabajo. Soy una mujer libre, sin ataduras ni penas de amor. Nunca pensé que superaría tu ausencia tan fácilmente, nunca pensé que podría ser feliz sin ti, nunca pensé que podría salir adelante, nunca creí que dejaría de llorar por ti, pero hoy…hoy, hoy, hoy. ¿Hoy? Maldigo el día. Maldigo el día de hoy. Hoy tocaste el timbre y fui a abrir pensando que era el cartero, pensando que era el vendedor de soda, pensando que tal vez era un vecino avisándome que mi auto había sido robado, pero no, me equivoqué. Me equivoqué de nuevo. Eres tú. Y no solamente me equivoque al intentar adivinar quien estaría detrás de esa puerta, sino que también me equivoqué al creer que te había olvidado. Mil sentimientos volvieron a mí. Tu Hugo Boss, tu chaleco tan snow del cual siempre me burlé y tus pantalones Armani estaban frente a mis ojos y no podía evitar amarte. No pude evitar volver a amarte como antes. Me miraste mientras yo intentaba hacerme la fuerte, pero rompí en llanto en tu hombro. Acariciaste mi pelo y susurraste que me amabas más que nunca. Ilusamente pensaste que lloraba por ti. Lloré por mí, porque me engañé a mí misma, porque con eso comprendí que no podía confiar en nadie, ni siquiera en mí, que todo era una farsa muchas veces. Nunca te superé, nunca te olvidé, nunca fui independiente, y nunca fui feliz sola, siendo que tantas tardes hablaba mirándome al espejo diciendo que estaba mejor que nunca sin nadie a mi lado. Un fraude. Soy un fraude conmigo misma. Me encerré en mi propia casa, inventé una prisión bajo mi consentimiento, escuché solamente mi voz para olvidarte, y no pude. Quise sacarte de mi vida, pero no pude. Me miraste nuevamente. Secaste mis lágrimas con tu pañuelo. Todo lo que había avanzado en un mes, en tan solo cinco minutos se había borrado, se anuló esa superación en mi mente, todo era como antes. Me puse de pie firme y te quité de mí, me alejé de forma brusca. Ya no quería que me abrazaras en el umbral de la puerta. Te miré nuevamente, te toqué con mis manos, te olí con mi nariz, te escuché con mis oídos, te observé con mis ojos, y te eché con mi orgullo.

(Título sacado de "Para no verte más" de Pali)

1 comentario:

Manuel Jontes dijo...

saludos..exelente frase de presentación..