lunes, 1 de octubre de 2007

Pero ahora que no me devuelves nada porque ya según tú tengo todo lo que yo esperaba


En las afueras del cementerio por más de cincuenta y cuatro años la misma señora vendía flores en la entrada. Era el único puesto que existía en ese lugar. Cincuenta y cuatro años vendiendo docenas de rosas, claveles por unidad, dos pares de margaritas y oliendo gladiolos. La pobre señora casi ni podía caminar. Llegaba cerca de las siete de la mañana cuando una mujer que se apiadó de ella la dejaba en su camioneta y bajaba con gran dificultad los baldes con litros de agua y las flores en su interior mientras los tallos nadaban en el agua. Armaba su pequeño negocio, ordenaba las flores, las organizaba por color, forma, y si es que no tenía mucho apuro, las ordenaba por olor. En una esquina de su negocio de latón tenía las flores que ya tenían varios días desde cuando fueron arrancadas de raíz de la tierra. Esas las vendía a mitad de precio. Ella sabía que las flores al pasar el tiempo ya no valían lo mismo, perdían gran parte de su protagonismo, y las personas que iban a comprar a ese negocio ignoraban los ramos que tenían más de 3 días en el mismo lugar. A la vendedora de flores le sucedió lo mismo. Su numerosa familia estaba compuesta por nueve hermanas incluyéndose ella. Su padre era un renombrado médico de la ciudad, uno de los primeros doctores del país. Su madre era la típica dama antigua que se encargaba de dirigir a la servidumbre y que se pasaba horas enteras gritoneando a la ama de llaves. Nueve hermanas, de las cuales, la vendedora de flores era la mayor. Su padre organizaba reuniones en su casa con otros doctores y les preguntaba si tenían hijos para juntarlos con sus hijas. Todos los viernes el papá de la vendedora de flores realizaba pequeñas reuniones a las cuales asistían cinco o seis doctores con sus respectivos hijos. La primera hija en casarse fue la menor, con tan solo diecinueve años. Pasaban los meses y paulatinamente el señor Serrano emparejaba a sus hijas con los mejores prospectos de la ciudad. Al año siguiente se casaron tres de sus hijas. La madre de las niñas estaba preocupada porque pasaba el tiempo y aún tenían cinco hijas solteras, y lo peor de todo, que eran las mayores. Ella las reunía en el salón y les decía que debían aprender a ser encantadoras porque para los hombres toda escoba nueva barre bien, y que debían comenzar a preocuparse ya que los años pasaban y dejaban huellas en ellas, se posaban en sus caras por sobretodo, dejando surcos que con el tiempo se hacían más profundos, y una mujer arrugada, según las palabras de la señora Serrano, se desvalorizaba. Pasaron tres años y solamente se casó una hija de los Serrano, la segunda. Al menos se sentían un tanto más aliviados ya que era la mujer más insoportable del clan familiar, y claro, como diagnosticaron todos, dos meses después ella enviudó porque su marido murió en circunstancias bastante turbias pero se rumoreaba que se había lanzado a la línea del tren. La segunda hija, Dolores, a los ojos de todos era una desgraciada. La señora Serrano se arrepentía todos los días de su vida haberla bautizado de esa forma, se auto convencía de que tenía directa relación con la nefasta vida de la hija menos querida. Los años pasaban y aún quedaban cuatro hijas disponibles para casarse. La señora Serrano tomó medidas extremas con sus hijas mayores y las obligaba a pasar todo el día pegadas a su padre, para que se casaran, aunque fuera con el tipo que le entregaba la correspondencia, que era conocido como el hombre más repugnante de la ciudad. Siempre se rumoreaba que esperaba a las niñas a la salida de la Preparatoria para regalarles dulces, pero el resto de la historia nadie la contaba. Un año después se caso una de las hijas “rezagadas” y aún quedaban tres solteras, y dos de ellas iban directo a ser “solteronas”. Cada vez que peleaban entre ellas se gritaban que ningún hombre las querría nunca. La señora Serrano había desistido de esa especie de subasta que siempre hizo con sus hijas, elegir el mejor postor, buscar el hombre ideal para sus adoradas hijas. Diez años más tarde solamente quedaban dos hijas solteras del matrimonio Serrano-Recabarren, y dos meses después del año nuevo de 1943 murió la menor de ellas por una infección respiratoria, y la hija mayor aún vivía en casa de sus padres. Fue el primer y último invierno que pasó como hija única, ya que su padre murió a causa de tuberculosis en la primavera de ese mismo año, y la señora Serrano, al ver cómo la imagen de su marido quedó en el suelo, a causa de que tenía deudas repartidas alrededor del mundo y nadie estaba enterado, no pudo soportarlo. Día a día iba una persona diferente acompañada de un abogado para reclamar algo del dinero que quedaría del difunto. El prestigio de la familia Serrano que con tanto esfuerzo el patriarca había forjado durante más de noventa años, y la fama de la familia de generación en generación en tan solo dos semanas se había destruido. La señora Serrano no pudo soportar vivir en el mundo sin su marido y plagada de desgracias. Le rogó a Dios que se la llevara lo antes posible y lo más lejos que Él pudiera y a la mañana siguiente, la señora Serrano estaba muerta sobre su cama producto de un paro cardiaco. La hija mayor quedó a cargo de la casa, ya que sus siete hermanas eran casadas, tenían sus vidas hechas y una de ellas descansaba en paz con sus padres. La casa la vendió rápidamente y pagó algunas de las deudas de su padre. Todos los días iban a cobrar y a molestarla por lo que decidió mudarse y buscar un lugar más pequeño para ella sola. Viajó a otra ciudad y arrendaba una habitación en una residencial. Y así pasó de ser la hija mayor de la familia Serrano-Recabarren, la primogénita del doctor más conocido del país, a ser una flor marchita, una mujer que se secaba lentamente, una persona que ya no tenía razones para vivir y se refugió en las flores, buscó una vida en su negocio de flores en las puertas del cementerio. Todos los días vendía más de cuarenta ramos de flores, y cerca de ciento cincuenta flores por unidad. Las más vendidas eran las rosas rojas, y lo que menos se vendía eran las petunias. Cincuenta y cuatro años vendiendo flores en el mismo lugar para funerales ajenos, cincuenta y cuatro años adornando tumbas, cincuenta y cuatro años eligiendo flores acordes a las características de cada persona que nunca tuvo oportunidad de conocer. La vendedora de flores era la persona que más se preocupaba de organizar funerales inolvidables y significativos sin cobrar demasiado, ya que le gustaba ver que las personas pasaran su último día en la Tierra de forma digna y siendo venerados por los asistentes. Y murió, una tarde de otoño la vendedora de flores murió sentada en un piso de madera que tenía en su negocio de latón. Murió rodeada de flores en el interior de su florería y nadie se enteró de que ya no tenía vida. Pasaron tres días y un hombre que iba muy bien vestido a visitar la tumba de su padre percibió que el olor del negocio no era muy respirable, pero no le dio mayor importancia, porque el olor a gladiolos descompuestos, rosas marchitas, margaritas consumidas por las hormigas y claveles podridos era mucho más intenso que el olor del cadáver. La vendedora de flores se preocupó de miles de funerales a lo largo de su vida, buscando la fecha adecuada, las flores correctas, organizando las mejores despedidas de esta vida terrenal. La vendedora de flores luego de cinco días de muerta fue descubierta por el hombre que colgaba desde el camión de la basura. La muerte de la vendedora fue noticia en todo el cementerio, se les notificó a los dueños, administrativos y auxiliares, pero nadie se inmutó. El dueño del cementerio buscó entre sus carpetas y no sabían siquiera el nombre de la vendedora de flores que por tantos años daba la bienvenida a las personas que asistían a visitar a sus familiares difuntos. Nadie sabía quien era realmente la vendedora de flores. El dueño del cementerio llamó a su estafeta y le pidió que sacara a la señora del negocio. Todos se preguntaban donde sería sepultada y nadie hallaba respuesta. El dueño del cementerio de forma arrogante dijo que se preguntaran menos cosas y actuaran más, si la señora no tenía comprado un nicho de muerte, la respuesta y solución posible era solamente una. A la mañana siguiente el auxiliar del dueño del cementerio por órdenes de su jefe arrojó al río a la vendedora de flores. El hombre se quedó de pie en la orilla mientras veía que el cuerpo de la mujer se iba con la corriente.

1 comentario:

bittersweet_girl dijo...

Ironías de la vida?

Estar tan presente, formar parte de alguna forma en uno de los sucesos más importantes dentro de la vida de una persona y ser invisible ante sus ojos.

Años diseñando las más hermosas formas de decir adiós a lo seres queridos de personas extrañas por medio de hermosas flores seleccionadas cuidadosamente, y llegado el final de sus días ninguna flor fue destina a su despedida.

Un pasar sin dejar huellas
Que triste…



Muy buen texto!Me gusto ^^

Muac.