sábado, 14 de octubre de 2017

Quizás todo comenzó cuando nací-momento que no recuerdo, por cierto-donde nos sentimos por primera vez, cuando sentí el amor de abuelita. Spoiler alert: hoy ella ya no está, no en forma corporal, espiritual ni sonora a través de su voz, solo persiste en mí, en mi ADN, en mi humor, en mi ironía, en el claro color de mis ojos, en mi tono de pelo, en el tamaño de mi nariz. Mi consuelo no radica en Dios, la virgen, “elmásallá”, “laotravida”, el cielo ni las concepciones religiosas existentes, para mí persiste en la ciencia, en la biología, en parte de mis células, en su núcleo, en mis mitocondrias.
Mis primeros recuerdos son el escape constante que me brindó los fines de semana, las vacaciones de invierno, de verano, los feriados, cuando vivíamos en Santiago y ella en Viña, cuando su departamento era la central de operaciones de juegos, travesuras con mis primos, ver Sailor Moon tomando leche de vainilla o chocolate con pan tostado con mantequilla, cuando le hacía bromas a los vecinos que me iban a buscar a su casa, cuando armaba un sillón cama al lado de su cama para que yo durmiera ahí y me enseñaba a rezar. Entre estrofas que rimaban de forma automática y algunas canciones, aprendí rezos largos y otros cortos, que más adelante me sirvieron para recitarlos a coro en el colegio. Lo peor sucedía cuando se nos acababa el tiempo y en el umbral de la puerta nos despedíamos, ambas llorando, con los ojos rojos, las pestañas mojadas y mi Tata intentando hacer alguna broma para que todo fuera menos dramático.
Luego me hice mayor y el vínculo siempre existió, fue mutando pero siempre se mantuvo en el mismo tiempo de la infancia: probablemente yo nunca crecí ante sus ojos y ella ante los míos nunca envejecía. En secreto y en silencio, nos convencíamos de eso, las dos, cada una por su parte, sin decirle a la otra, pero con una mirada era suficiente para saber que ambas estábamos en esa sincronía fantasiosa donde el tiempo se detenía, donde seguíamos siendo las mismas de las vacaciones, las mismas de los años 90, quizás son más historias o más conversaciones.
Siempre fue mi persona favorita, más que cualquier otra, quizás desde el mismo momento en que salí del cuerpo de mi madre o desde uno de los primeros recuerdos que tengo de ella, cuando viajó de emergencia a Santiago porque mi mamá había tenido un accidente y yo tenía entre 4 o 5 años y se fue a quedar conmigo. Era un departamento dúplex y yo entre lo desorientada que estaba respecto a lo que sucedía, me sentía inmensamente feliz de que ella pudiera conocer mis juguetes, mi pieza, mi mochila de Snoopy que mi papá me había comprado hace poco (la que un día se llenó de hormigas porque metí un diario en su interior).
Cuando aprendí a rezar, lo primero que le pedí a Dios fue que mi abuelita nunca se enfermara, para así no morirse. Por culpa, luego pedía por mis otros abuelos, para que también los protegiera, por mis papás y por mi familia. Quizás para no sonar egoísta o no hacer tan evidente mi favoritismo.
Mi abuelita fue madrina de bautismo de mi prima mayor y de mi hermano. Algo en mi interior dolía, por más que yo lo evadiera, pero sentía cierta tristeza por ello. Por suerte, fue mi madrina de confirmación. Es irónico, ya que los sacramentos católicos nunca los entendí realmente ni tampoco los sentí tan importantes en mi vida, pero ir un año completo a catequesis solo para hacer la confirmación, tenía una recompensa y era que ella de cierta forma afianzara aún más el lazo que ya tenía conmigo.
Vivimos muchas cosas que no sé cómo verbalizar y por ahora quisiera mantener en forma de sensaciones en mi mente. Sé que en algún punto tendré que buscar en las imágenes mentales y sonidos para así codificarlas e hilar oraciones para de esa forma tener un registro, para que la memoria no me falle ni me abandone.
El 2016 fue un golpe, una patada y una cuchillada cuando, por más que yo me negara a aceptarlo, entenderlo y diagnosticarlo, a mi abuelita se le olvidaban algunas cosas, me preguntaba varias veces lo mismo, me contaba las mismas historias una y otra vez como si fuera la primera, cuando me preguntaba dónde trabajaba yo, en qué y dónde vivía. La bolsa sobre mi cabeza fue sentirla más ausente, más callada, menos risueña, menos participativa. Eso me quitaba el oxígeno de a poquito, pero yo buscaba como respirar, como subsistir. El tiro de gracia, la inyección letal, el cianuro en mi lengua, fue verla en silencio constante, escucharla lo mínimo, sentir su mirada lejana, sus pensamientos en otro lugar.
Eso me quebró. Me rompió por dentro, me arrancó las entrañas de la manera más dolorosa, fue rascarse los ojos con un garfio con alambre de púas.
El 2017 ocurrió lo peor. La visité en el hospital un par de veces. Un jueves a las 12.00 recibí una llamada en el trabajo, tomé mi auto y viajé una hora y media desde Santiago a Viña. Manejé angustiada, sin poder ver bien, lo más rápido que pude, llorando sin parar. A ratos me calmaba porque no tenía más lágrimas, luego mi cuerpo las producía y podía continuar.
Llegué, entré a la pieza y no supe cómo reaccionar. Me encerré en el baño ahogando un llanto desesperado y estuve toda esa tarde con ella. Intentó mirarme, intentó separar un poco sus párpados, intentó llevar sus córneas hacia las mías. Recordé mi existencia completa en esa pieza de hospital. Porque al final del día, todo lo que soy, todo lo que he tenido, ha sido ella.
El viernes muy temprano falleció. Nunca había visto un cuerpo sin vida de cerca. Me encerré en el mismo baño. Me fui a sentar a su cama, a los pies de la cama y la miré. Le hice cariño, le apreté los dedos de los pies (tal como lo hacía ella conmigo), la seguí mirando.
Esperé que la vistieran, la acompañé a la morgue. Llegué a mi casa, a mi pieza, a mi cama, lloré en posición fetal a gritos por minutos. Lloré en posición fetal a gritos por minutos. Seguí llorando en posición fetal a gritos por minutos.
El velorio y el funeral me desarticularon, me rompieron, me torturaron, me robaron el alma, la esencia, me destruyeron el corazón, las ganas de respirar.
Viajar de regreso a Santiago de noche entre lágrimas y dolor fue difícil, entrando a la ciudad sentí que me desvanecía con un pie en el acelerador y las manos en el volante. Esa noche no sé si dormí o me desmayé. Esa noche no sentí miedo, ya que no debía rezar para que mi abuelita estuviera protegida, porque ya no estaba, no había necesidad.
Han pasado dos meses, la pena está enmascarada con medicamentos, con horas de sueño, con evasión.
Lloro poco, muy poco en relación a lo que creí que podría llorar. Un par de veces a la semana algo gatilla recuerdos y aflora todo una vez más. Algunas ocasiones lloro, otras me concentro en otros pensamientos para evitar derrumbarme.
Y siempre me va a doler, porque no soy la de ayer, no soy la del año pasado, porque mis rutinas se quebraron, ya no tengo que planificar visitarla, no converso con ella, no siento su mirada sobre mí cuando yo no la estaba observando.

No sé qué va a pasar de aquí en adelante, no puedo pensar en el futuro, porque ya la vida hizo ésto. No podría esperar nada ya. Me conformo con levantarme en las mañanas, seguir respirando, esperar no sentir tanta pena o ser capaz de funcionar, evadiendo, con los recuerdos vivos pero escondidos, que aletean cada vez que algo en el entorno los saca de la caja.

1 comentario:

Mossjin dijo...


Me duele el alma un poquito leer esta entrada. Pienso en el dolor de la involucion, de la perdida, del cuerpo vacio...
Se cuanto amabas a tu abuelita...
Pienso que el año pasado hablabamos y no pude estar ahi, y no he estado ahi.. que no supe... no se.
Espero si en un momento necesitas algo, sepas que estoy ahi, o aqui, en la forma que quieras que este...
Te quiero Tito
Siempre!