lunes, 18 de marzo de 2013

Basic Space

Suerte para mí que pocas veces me tocó ir al laboratorio de ciencias en el colegio. Antes de cruzar el umbral de la puerta sentía ese olor a unos ácidos raros y a ese encierro químico que es indescriptible con palabras. Quien haya estado en un laboratorio entre esas mesas largas y sentados en esos pisos altos incómodos, con esos delantales de género duros y blanquísimos va a saber de lo que hablo. Nunca me gustaron las probetas, los tubos de ensayo ni ese líquido rosado traslúcido.
Siempre sentí que las bibliotecas de colegio son el peor lugar, donde se esconden los marginados en los recreos porque no tienen amigos o están tristes y no quieren ver a nadie o su mejor amigo de clases faltó ese día. A veces abría la puerta de la biblioteca y siempre veía a la misma niña viendo el mismo libro de los record guiness. Probablemente intentaba romper su propio record en ver la mayor cantidad de veces el mismo libro. Suena muy a humor negro. La miraba pero en barrido, rápido, porque mirarla fijo me daba una sensación fuerte en el pecho. Nunca he sabido lidiar con la lástima y esos sentimientos donde te pones tan en los zapatos de otros que te duelen sus suelas. Todos estamos solos de vez en cuando y no sé qué tan malo sea eso.
Cuando tenía 15 siempre pensaba que me gustaría ser madrastra de un niño. Estar con un tipo que tuviera un hijo chico y que éste me quisiera a mí por malcriarlo, darle chocolates a deshoras, papas fritas y por dar pelotazos para que atrapara un gol con unos guantes de arquero negros con blanco.
A veces los olores me persiguen y me teletransporto. Por suerte terminó el colegio, pasé esa edad odiosa cometiendo mil errores y nunca enmendándolos. Hoy los miro y soy capaz de descubrir cuales fueron peores pero no puedo volver atrás o deshacerlos. La clave es saber aceptar que ante lo hecho, no hay nada cambiable y que pudo ser peor, que las lágrimas no solucionan nada.
Hoy pienso que existen cosas esenciales: mi familia que más que sean todas las personas que comparten algo de mi sangre o de mi ADN, son los puntuales con los que soy capaz de compartir y si lo veo desde el lado más científico, puede sonar irónico, pero son los que menos moléculas compatibles tienen conmigo, pero formamos un lazo fuerte. Mis amigos son mi familia. He aprendido que pase lo que pase, quienes están, deben continuar y los que quieran marcharse pueden hacerlo pero sin regreso. Si es posible entablar una conversación civilizadamente probablemente todo vuelva a ser como antes.
Durante un año soñé con estudiar otorrinolaringología. Me asustaba pensar que tenía que cursar asignaturas que me darían asco o náuseas. No soy capaz de soñar en miniatura, siempre quise hacer algo grande.
Me molesta notar que impregno aquí palabras tan básicas y que mi escritura delate el alejamiento que he tenido de los libros, que no he leído nada nuevo ni he ampliado mi vocabulario para darle más estética a ésto.
Extrañamente, solo quise escribir todo ésto, para decir que apesar de que "Private Practice" haya terminado, que no le fuera excelente con la crítica ni fuera la gran serie, me quedo con los personajes, con la vida misma, con esa sensación de identificación constante.
Después recordé que en realidad quería decir que Charlotte King es todo lo que quisiera poder ser algún día: un ser que evoluciona mientras pasan los segundos, que es capaz de crecer sin luz ni agua ni oxígeno (y no como la maleza, claramente), sino que mientras la vida pone temores ante sus ojos y pérdidas, nuevos desafíos y confusiones varias, vuelve a su camino convencional y se mantiene firme, siempre estoica, cuidando, presente, inamovible, perpetua. A pesar del mal humor, de su desagradable forma de ser 10 de 24 horas del día, es Charlotte King, hija de Big Daddy, esposa de Cooper y jefa del St. Ambrose.

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