jueves, 14 de junio de 2007

No sé si fue una buena idea el decir adiós, es que uno no es bastante


Mis pasos se hacían evidentes al poner en contacto la planta del pie con un charco de agua acumulada de la lluvia de antaño. El sonido del viento al impactar las copas de los árboles me inquietaba de tal forma, que mis piernas temblaban y a ratos sentía que podría perder el equilibrio. Esa misma tarde nada había cambiado lo suficiente. Por primera vez en mi vida quería modificar algún eslabón de mi vida, y mientras más lo anhelé, menos sucedió...son cosas que suelen suceder. Antes de pensar qué facción podría tener mi rostro, antes de esconder mi aguda voz para crear un nuevo tono más grave para quizás fingir que alguna vez podría llegar a ser displicente si la situación lo ameritaba. Ni con veinte carraspeos pude lograrlo, pero continuaba con mis brazos que sufrían consecutivos espasmos, rebosantes de nervios e incertidumbre. Por una ironía del destino, estuve más de cuarenta minutos buscando su casa, doblando en cada esquina, deseando que en mi bolsillo derecho apareciera por magia divina un ansiolítico que pudiera rescatarme. Cuando sentía que el encuentro no se concretaría o en realidad, era yo que, internamente esquivaba cada señal y continuaba en mi intento de ver ese rostro tan querido, mantener una conversación que por cierto terminaría con una pseudo-risa sardónica, con la excusa que mi tono de voz o la forma inusual y especial que tengo para relatar mis vivencias produce ese efecto en él, justo doy con el paradero de su casa. Al estacionar el auto al borde de la calle lindante. Al detener el motor, moví el espejo retrovisor para observar mi cara y evitar lucir como un esperpento, tras tantos meses de lejanía, aunque tal vez él hubiera olvidado por completo el color de mis ojos y el tamaño de mi frente. Descendí torpemente a causa de los nervios y caminé hacia su puerta. Golpeé pero no escuché respuesta. Creí rendirme y estaba por sacar de mi bolsillo una bandera blanca para demostrar que me retiraba del campo de batalla. Oigo un par de ladridos...claro! como olvidar sus mascotas, y entre pasos somnolientos me saludó. Su voz ya me resultaba desconocida, sus gestos no coincidían con la imagen que permanecía en mi psiquis. Me mantuve de pie ante él y solo respondí el saludo, esperando que austeramente me recibiera en el umbral, pero para sorpresa mía, me invitó a entrar. Se excusó diciendo que estaba durmiendo una siesta ya que el stress lo tenía agobiado. Me ofreció un vaso de jugo, que recibí para no parecer descortés. Comenzamos a hablar con algo de distancia pero nada grave, practicamente normales. Bebí un sorbo y no pude evitar darme cuenta de que él lo había preparado, por lo astringente, pero respiré hondo y tragué fugazmente. Me contó de su vida, del gran paso que había dado y de un par de vuelcos en su rutina, pero en cambio no resultó necesario contarle un par de novedades que habían azotado mis días tiempo atrás, porque su expresión facial no sufrió ningún cambio, era evidente que estaba informado previamente. A ratos me sentí incómoda pero cada minuto que pasaba se notaba, ya que desde hacía bastante tiempo que no nos reuníamos. Después de unos cuarenta y cinco minutos le dije que debía irme, nos despedimos sin haber tocado el tema de la discordia, el asunto que nos había distanciado tantos meses y que parecía nunca tener solución aparente. Dejé en sus manos un papel, con muchas palabras significativas, recuerdos sacados desde el fondo de nuestra memoria compartida, proyecciones fantasma, y la utopía de una amistad eterna, por la que tantas veces juré que nunca acabaría, pero que al mirar sus ojos de forma pausada, quizás estaba todo dicho, alomejor la última palabra ya había sido pronunciada sin notarlo, y lo peor del caso, que cuando sucede eso, la persona que no espera la ruptura nunca recordará la última frase dicha, muy por el contrario de quien decide que todo acabará, ya que sabe que nada continuará como antes. Una carta taxativa donde quedaba todo claro de forma sutil evitando de antemano una reacción que desencadenara aversión pasó de mis manos, a las suyas. Nos despedimos y se dispuso a acompañarme hasta mi auto. Vi su cara por última vez y aceleré de forma gradual. Mientras los árboles pasaban ante mis ojos y esquivaba un par de autos a causa de mi distracción, no pude eliminar de mi mente la imagen de su habitación, que evidenciaba que aún era un melómano, y que su afición a la televisión y al cine estaban intactas. Cuando pasé un semáforo en luz roja y reaccionando ante el sonido de la fricción de las ruedas de un camión contra el pavimento, pude comprender la fugacidad de las cosas. Esa marca en el asfalto me mostró que pude haber perdido la vida sin percatarme, aunque por algo que valía la pena, por la nostalgia de una amistad perdida, la melancolía de un sueño que parecía nunca acabar, y que todo eso, como efecto dominó, frustraba tantos deseos y tantas proyecciones, pude visualizar por primera vez en mi vida mi funeral de forma distinta, ya no aparecía él arrojando la última flor mientras mi ataud descendía entre las paredes creadas por el barro comprimido, me di cuenta que ya no sería posible tener la certeza de que se acostaría de espaldas al lado de mi lápida a contarme las trivialidad de siempre, o quizás alguna tristeza que estuviera rebosando sus ojos de lágrimas o actualizandome respecto a su nuevo amor fugazmente platónico. Resultaba difícil imaginarlo con un estado de catatónia sobre su cama por haberme perdido, corriendo hacia su velador buscando desesperadamente un cofre de remedios para curar su inminente depresión a causa de un arrepetimiento significativo por haber decidido exasperado y sin pensarlo, alejarse de mi vida y sepultando nuestra amistad. Me parecía imposible predecir qué sentía él respecto a nuestro quiebre. Lo único que pedí en ese momento fue que ninguno de los dos se sintiera mal al respecto, no tener que recurrir a modos extremos y desesperados para superar el término de nuestra adorada relación, no ser dueños de una caja llena de ansiolíticos, o fluoxetinas, llevando a mi boca alprazolam, diazepam, ravotril o algún fármaco análogo, o él comprando en la farmacia más cercana un par de cajas de bromazepam, valiums, o benzodiazepinas varias. Continué camino a mi casa con esa sensación de vacío tremenda, un dolor liquidante en el pecho, y al pasar mi lengua por la comisura de mis labios pude percatarme que incoscientemente como consecuencia de mis nervios, estaba sangrando de forma leve. Al avanzar por una calle abandonada sentí como todo cambiaba, como el mundo giraba sin mirar quien quedaba en el camino, ni quien dejaba cabos sueltos, ni quien abandonaba relaciones para dejarlas inconclusas, pero como todos repiten una y otra vez hasta el cansancio, la vida sigue, y nacimos solos, nadie nacio acompañado. Prendí la radio y por esas casualidades de la vida, sonaba nuestra canción. Mientras cantaba entre ahogos y temblores corporales, lo único que deseaba, tras tal descenlace, era no padecer neurastenia.

(Título sacado de "A contratiempo" de Ana Torroja)

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